Ni Tanjung construyó junto a una carretera balinesa un montículo-altar de piedras pintadas con blanco, entre las que intercalaba flores recién cortadas y varas de incienso.
Lo más interesante de su trabajo es el ritual creativo al que se entregó cada día, invariablemente. Una ceremonia que incluía ofrenda de flores, cánticos y danzas de su invención dedicadas a sus ancestros. Siempre llevaba en la mano un espejo para mirar su obra desde distintos ángulos, incluyéndose dentro de la escena, mientras cantaba. El espejo le permitía verse integrada en el mundo construido. A través de él viajaba a la obra y convertía su mirada en una acción significante (o intencionada, o distante).
Ni Tanjung tiene ahora unos ochenta años y vive en condiciones muy humildes junto a su marido y su hija (la única que vive de los cuatro que tuvieron). Ni Tanjung fue capturada durante la ocupación japonesa y obligada a realizar trabajos forzosos pero lo que verdaderamente marcó su vida fue el fallecimiento de uno de sus hijos siendo aún niño. Fue a partir de ese momento cuando se dedicó a construir este altar, que en la actualidad ha sido desmatelado.